El leve roce de tus dedos en mi espalda. Desnuda, frágil bajo tus caricias. Recorres mis omóplatos de un extremo al otro, sin prisas, sin carreras. Sigues la línea de mi columna hasta el final, y te oigo suspirar. Muy cerca.
Siento tu aliento en mi costado; tus manos ya no se mueven. Tus dedos no me buscan, han parado; aún así, te acercas más a mí. Mucho más de lo que puedo, quiero, soportar.
De medio lado, apoyado sobre el codo izquierdo, sé que me miras. Sé que no te gusta lo que ves. Sé lo que vas a hacer, porque lo haces cada noche. Es un mantra que repites a las 2:20 de la mañana, cuando en mitad de la noche te despiertas de repente.
Besas cada una de mis cicatrices. Una por una. Incluso en la negrura de la noche sabes cuáles son. El número no es importante. En cada una, mi corazón late por los dos, y el pecho se encoje; tiene miedo. Tiene mucho miedo.
Tu barba roza mi costado y pegas la sonrisa a mi piel. Me abrazas en la oscuridad de la cama y me acunas en tus brazos. No recuerdo cuando me duermo, no recuerdo mi último pensamiento antes de hacerlo. Lo único que me llega es tu calor. Tu profundo e inmeso calor.
Sueño todas las noches con que te pierdo, todas y cada una de mis pesadillas las protagonizas tú. Eres el preestreno que nunca llego a sentir cuando me despierto; y menos mal.
Espero que tu sábana me envuelva siempre. El frío está siendo insoportable sin ti. Vuelve pronto, y trae mi corazón.
martes, 23 de diciembre de 2014
Roces.
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