jueves, 26 de marzo de 2015

Tu espalda.

Una carcajada que me estalla en el pecho. Una mano que se desliza tímida bajo mi nuca, y el caos.
Tu espalda que sirve como colchón. Tus omóplatos y la depresión que provocan  cuando se tensan; y redefinir con mis yemas nuevas curvas para tus músculos, apenas notorios. Abrazarte rodeando tu vientre y en el valle de tus caderas posar mis manos. Tus brazos se mueven perezosos sobre mi tórax y me atraen hacia ti, pero muy muy torpemente. Movimientos a cámara lenta, o a cámara rápida. Cosquillas injustificadas, guerras de almohadas.
Que suenen doce campanadas en el reloj antiguo del salón y darte doce besos en el cuello. Que me pongas la piel de gallina con la bajada de temperatura de tus dedos en mi sien, y tus juegos tontos para provocarme.
Que el pecho me lata veloz cuando cierro los ojos en tus brazos y sentir la pausa de tu corazón y tu respiración prolongada sobre mi pelo. Que acabes con mis coletas y en huelga en mi cintura.
Que encuentre tu cuello en la oscuridad profunda de la noche y note su suavidad en tu aroma. La poca resistencia que presenta entrelazar mis piernas con las tuyas y jugar a hacerte nudos en la barba, o notar como me pincha. Que aguantes un minuto quieto y te muevas. Encontrar mi postura pegada, milimétricamente, a tu piel. Saberme cada hueco de tu pecho, de tu espalda y de tu abdomen.
Que vengas a las 3 de la mañana para abrazarme y me des un beso en la frente, o en el flequillo cuando te vayas. Levantarme a las 4 en la madrugada de un viernes sin saber donde estoy, y verte por el rabillo del ojo sobre el flexo. Que me sonrías pese a todo. Que no necesite sábanas ni mantas en invierno si te abrazo.
Quererte 24 veces al día y siete veces por semana. Todos los segundos del año.

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