Y entonces me encuentro ante mí.
Dejo de respirar y me concentro en la imagen que devuelve el espejo.
-Sólo soy yo, pienso.
Y mi mirada se torna tirana, cruel. Víctima culpable.
-Sólo soy yo, como cualquier otro día.
Y la verdad aparece justo detrás de mí. El fantasma del miedo se personifica y me abraza la espalda, se retuerce contra ella como una serpiente que asfixia a su presa.
-Sólo soy yo, nada ha cambiado.
Levanto el dedo índice y mi reflejo lo imita con cautela y justo cuando estamos a punto de tocarnos se desvanece y ya nadie sigue mis pasos.
-Sólo soy yo, no tengas miedo.
Examino cada centímetro de mi cuerpo con cautela y respeto, como si no fuera mío, como si no lo conociera. Como si estuviera descubriendo un nuevo continente y cada lunar fuera una isla.
No hay contacto físico pero siento la electricidad emanar de cada poro. Todo son chispas y todo es luz en un túnel oscuro.
-Sólo soy yo, ¿por qué sigues mirando?
Mi imagen se vuelve difusa y borrosa. No sé hacia donde mirar y de repente me encuentro en una sala de espejos y en ninguno me veo reflejada. No me conozco, no puedo ser yo.
Grito asustada, loca, histérica.
Me pellizco un brazo y el espacio cambia y vuelvo a estar frente a alguien que conozco.
Eres tú.
No sé si sueño, no sé si es real pero me lanzo a por ti. Sólo sonríes, ladino. Y sé que es mi perdición, que entregarme es perderme, que mi sur y tu norte nunca serán nuestros. Que solo te daré mi mejor parte y que tú no la compartirás.
Sé que en el momento del choque te desvanecerás y me dejarás un vacío en el pecho.
Ya no querré llenarlo.
Volveré a la habitación del espejo y me miraré. Es algo que ya he vivido, sé reconocer esa cara.
Sí, es la mía por fin. Y no, ya no sonríe.
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