Rozó ausente el sitio del que se acababa de levantar, aún caliente. Sintió su aroma perdiéndose en el viento y colándose de nuevo en sus pulmones. Decidió nunca expirar.
Reanduvo sus pasos entre la maraña de gente y evitó levantar la vista más de un palmo del suelo para no caer. La gente se agolpaba a su alrededor en dirección contraria y la empujaban contra los lados, peligrosamente cerca del traqueteo de los coches.
Se escabulló unos metros más y paró para reponerse del cansacio. El aire flotaba limpio y fresco por encima de su cabeza y solo una bocanada era suficiente para retomar su rumbo.
Había decidido seguir sus pasos incluso después de la despedida. No podía ni quería permitirse añorar a su remitente tanto tiempo. Al menos no ahora, que sentía avivarse la llama dentro de su ser y ninguna ráfaga de viento podría hacerlo esfumarse.
Anduvo por lo menos tres horas hasta que las calles se vaciaron y las farolas se encendieron. Una espesa niebla borraba sus pisadas apenas una manzana a la redonda. No podrían volver a encontrarse nunca, pensó.
Suspiró y un vaho febril le nubló instantáneamente la visión. El frío comenzaba a calar hondo en sus huesos y el fuego que latía en ella se había reducido a una tímida cerilla de llama azul.
La parada del bus quedaba a apenas unos metros de su posición y aunque la vislumbraba en la acera de enfrente, se negaba una y otra vez la mera posibilidad de que no hubiera cogido ya un tren.
Dio media vuelta y una bofetada de aire caliente la hizo girar sobre sus talones. Podría distinguir aquel perfume hasta en el fin del mundo. Cerró los ojos fuerte hasta vislumbrar la figura de su contorno en las sombras. Sonrió despacio calando en su mirada y se dirigió veloz hasta la puerta de entrada.
No, aún no se había marchado.
Buscó en la única estancia iluminada con máquina de café que había y, como si la hubiera oído llegar, vio cómo se giraba.
Se quedó mirándola en la distancia, con un atisbo de asombro en sus ojos y la boca entreabierta. Respiraba con dificultad y bajo aquella mirada divertida descubrió dos bolsas oscuras que marcaban su semblante. Habían pasado varios días desde que se había permitido descansar, con la preocupación de no volverla a ver.
Recordó aquella primera y cálida vez entre sus manos, acariciando con temor hasta el último recoveco de su piel.
Transcurrido el minuto más largo de su vida, vio como sonreía. Tal y como había imaginado, sujetaba un vaso de café en la mano -que se había quedado frío rápidamente- y una caja de pastas a su lado. Se acercó sintiendo su cuerpo temblar y se sentó. Nadie dijo nada. No hizo falta.
Sus manos entraron en un contacto casi doloroso y dejó escapar la primera lágrima de la noche. Permanecieron así durante una eternidad, hasta que su interlocutor -como bien gustaba en llamarle- se arrodilló frente a ella y la abrazó. Primero la besó en la frente y sintió la diferencia de temperatura entre ellos. Ella estaba fría como un témpano de hielo, pese a las innumerables capas de ropa que llevaba.
Se miraron despacio, cubriendo las ausencias de aquellas horas en las que temieron no volverse a ver. La besó despacio en la comisura y fue desplazándose por sus labios con infinita lentitud. Ahora estaban a la misma temperatura.
Levantó la mano para colocarle el mechón que cubría la parte derecha de su rostro detrás de la oreja y sintió como la piel se le erizaba por completo. Aquello parecía una secuencia a cámara lenta, pero sentían que si rompían la burbuja de velocidad, aquel instante se perdería para siempre.
No quería parpadear, temerosa de volver a aquella humedad pegajosa y el vaho incesante que le nublaba la mirada.
Estaba allí, de su mano, y aunque tenía todo el miedo del mundo se sintió por una vez en casa. Y decidió que no quería otro hogar porque la llama volvía a vibrar con fuerza y el fuego le bombeaba en las venas.
Se permitió aspirar ese momento y capturarlo entre su caja torácica para poderlo aspirar siempre.
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