lunes, 2 de enero de 2017

Primera maravilla del mundo.

La música es la conexión más rápida, pura y enérgica de atisbar la felicidad.

A veces solo son necesarios los primeros acordes de una melodía para que recuerdes un momento feliz y saltes, cantes o sonrías, simplemente.

A veces las letras se cuelan en la parte profunda de nuestro laberinto y se quedan sin salir días, hasta que encuentran una salida forzosa porque sienten el fuego. Quemamos, literalmente, la música que consumimos porque quizá son esos tres o cuatro minutos los únicos que en un momento nos ponen los pies en el suelo y dejamos de sentirnos mareados. Nos agarramos a esa sensación de la misma manera que un drogadicto de aferra a su dosis.
Y como lo es la droga, la música es un macromundo repleto de paises, ciudades, barrios y rincones distintos.

Personalmente me gusta viajar en el sentido metafórico y musical descrito, moverme del rap al pop, pasando por el reggae, el jazz, el rock, la salsa...

Y si hay una sensación única y que me produzca escalofríos es la de saltar en un concierto. Vivir. Sentir la música bombeando en tu cuerpo. Las guitarras haciendo vibrar sus cuerdas como si fueran tus venas las que se rozaran al compás. La batería marcando  la métrica a la que late tu corazón y tus piernas siguiéndoles de cerca cada nota. Como si saltar más alto sonara como un 'do' y volver a impactar sobre el suelo como un 'fa'.
Las gargantas aullan ante la luz de la luna, que casualmente se viste de cantante unas pocas veces al año y eclipsa centenares de personas que por un momento, se olvidan de sus vidas y se concentran en saltar codo con codo con algún desconocido.
A veces cierro los ojos muy fuerte y escucho las voces corear al unísono las letras de las canciones que tanto he escuchado por los auriculares. Todo ese aire que respiro -sudor, cerveza, ruido, golpes, roces, besos- se agolpa en mis oídos y crea la mejor de las canciones posibles.
Y ahí estoy yo, entre el gentío, unida a ellos por una arteria repleta que lo inunda todo a su paso y arranca las caras serias para dejar paso al torbellino de emociones encontradas.
He escuchado directos de canciones que no me movían por dentro y al volver a casa aún seguía con los ojos abiertos -y la mirada perdida- tarareando anímicamente las notas que se habían grabado con fuego al sentirlas a pocos metros de mí.

Me he quemado en el fulgor de la música, las pausas entre canciones, los comentarios del artista y su obra, los saludos entre gente desconocida hasta esa fecha y los rostros que anhelaban 'una última' antes de irse a casa.

He sentido el vuelco de la vida al darme cuenta de que agarrar a un amigo por los hombros y cantar desgarrando la canción en su oído es la forma más sincera de complicidad y alegría. De apropiarse un verso y hacerlo tuyo y de alguien más mientras se lo gritas al viento y esperas que lo retumbe en su pabellón.

La embriaguez que provoca la música me ha hecho bailar más feliz que cualquier marca de alcohol que puedas comprar, y la ilusión ha estallado dentro de mí como el orgasmo musical que provocan ciertos artistas.

He descubierto la parte fácil de la vida sorprendiéndome a mi misma entre acordes que creía olvidados y emociones que pensaba se habían perdido con el tiempo. La música te lo da todo sin pedirte nada a cambio y creo que ese es un don maravilloso.

Es así, la adrenalina corre por mis venas estallando cualquier neurotransmisor ligado con reemplazar los intersticios vitales con dopamina, serotonina y endorfinas.

Vive en mí más que nunca. Larga y próspera vida, porque como recita LDS, si me apagan la música mi integridad peligra.

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