lunes, 30 de enero de 2017

Amor egoísta

Jugar es todo lo que le pido a la vida. Incluso aunque pierda, prefiero intentarlo, meterme y mancharme hasta el cuello que fracasar sin haberlo sudado.
Nunca sabes qué -o a quién- encontrarás cuando bajas la cabeza y desistes.
La vida es persistir, resistir, perseguir el elixir del existir (LDS) y hacer camino hasta no poder dar un paso más. Tropezar y caer, trastabillar y ponerte a bailar, romper la piedra a tropiezos y no dejar de intentar luchar por lo que -o por quién- te hace feliz.
La concesión hormonal dura un instante tan efímero como lo es un parpadeo para otear una media sonrisa en la cara de un extraño en un andén repleto de gente.
Prefiero pensar que vivir es todo aquello que ocurre entre sonrisa y sonrisa (y no entre suspiro y suspiro). Ese paréntesis es más una supervivencia necesaria que nos permite apreciar, tocar y ponerle cara a la felicidad.
La tendencia es obsesivamente clara: ponemos en tela de jucio -peyorativo- lo que no entendemos por miedo a demostrar nuestra ignorancia. Lo que se sale de nuestro cerco y zona blandita pasa a ser la burla constante de nuestros días. Nadie nace odiando, se aprende enjuiciando la vida (aparentemente más bonita) de los demás y tratando de romperle los esquemas. Que sienta nuestro dolor y nuestro pánico.
Solo porque tenemos miedo no intentamos aprender a ser felices, intentamos que a nuestro alrededor se vuelvan tristes y mustios para encontrar algo que nos reconforte en nuestra miseria. Como si nuestro gozo fuera sentirnos pobres de espíritu. Hemos interiorizado que sentirnos miserables entra dentro de la monorrutina horaria de nuestros días.
El lema es sencillo, 'si yo no puedo tenerlo, que nadie más lo tenga'. Así con todo y así nos va. La vida no es injusta, es simple, somos nosotros quienes pensamos que la justicia es un ente cuantitativo y que por tanto podemos medir su amplitud. Como si fuera algo concreto. Como intentar ponerle diques al mar. Como intentar encerrar el amor en una poción mágica de enamorados (así de absurdo suena). La justicia solo es una herramienta para hacernos sentir iguales en un mundo desigual.
Todo artificio del hombre, por definición, es una construcción que media para un fin: contentarlo a todo propósito. Pero la justicia es lo suficientemente abstracta como para reírse de nuestra inocencia mal lograda.

En base a lo que dijo en su día Einstein, tratar de valorar las mismas aptitudes (y actitudes) en personas distintas y juzgarlo como 'lo más justo' solo lleva a la devacle armónica de nuestros pequeños multiuniversos.
Somos plurales y distintos y eso es, en tiempo real y preciso.

La vida está ahí para que la cojas y decidas tomar las riendas, no marearte y elegir bien la compañía.
Por cada persona que te de la mano y te impulse a seguir, a luchar, habrá diez que te pondrán un techo de titanio para frenar tu avance. Incluso aunque de esa manera ellos no puedan avanzar tampoco.
Para otros diez serás el necio que lo intentó -y hasta ahí podrán leer antes de que les saques de tu vida.
Pero es que mientras haya una sola persona que te mire y sonría aunque te caigas mil veces, te equivoques y fracases, para mí merecerá la pena intentarlo. Sé que extrapolar este razonamiento a tu madre, padre o hermano es lo más sencillo, pero yo hablo de uno mismo.
Todos los gurús espirituales se han equivocado a lo largo del tiempo, o en realidad no han precisado bien. La fuerza más poderosa sobre la faz de la tierra es el amor, sí, pero siempre hacia nosotros.   -Amor propio como participio activo y constructivo de nuestra identidad.-
Nadie luchará por ti como tú lo haces.
Incansable, incesable, imparable.
Sólo tú sabrás lo difícil -y lo que disfrutaste y aprendiste- para poder llegar. Incluso cuando no llegas.
En ese momento es cuando miras un palmo detrás y encuentras la otra clase de gente. Porque si había diez que te iban a frenar (y son los que a menudo triunfan) siempre hay un par que retrasarían su avance para que tú pudieras dar un paso. Sobre todo para que tú no dieras un paso hacia atrás.
Con algo de tiempo he llegado a entender que esta última clase de gente, no son solo gente, son personas. Y somos de quienes nos miman despacio y bien. Trabajan en la sombra diciendo 'no mires hacia abajo' para que el vértigo no te atenace y te caigas. Tienen el corazón tan grande que, a veces, y más de las que me gustaría admitir, les ciega ante una verdad (mi verdad).
La ostia es parte de la realidad y parte del proceso de aprendizaje. Es el camino rápido y doloroso. El práctico. Después de experimentarlo, y solo después, entiendes a las *personas de corazón grande* y su afán por mantenerte en volandas.

El egoísmo del hombre no llega a imponerse nunca, siempre hay un resquicio que lucha y reivindica. Con las manos en alto y la mirada al frente. Sí, son las *personas de corazón grande*.

lunes, 23 de enero de 2017

Ejercicio de comparación

Cuando te pones malísimo físicamente hablando, casi cualquier desasosiego mental te parece una memez.
Me parece un buen ejercicio de comparación para poder atisbar, aunque solo sea de lejos y momentáneamente, lo que echamos de menos cuando se nos niega algo.
Extrapolo necesidades básicas como dormir sin agobios, comer lo que te apetezca e incluso beber agua a situaciones límites de pérdidas personales.
No es lo mismo decidir consicientemente dejar de hacer algo - o dejar de entablar contacto con alguien - a que te impongan la negación física de lo mismo. Más que aprender a valorar el significado de lo que nos rodea, sirve para apreciar y disfrutar los pequeños detalles que hacen del día a día algo más allá de la rutina.
En esta vida hay prioridades y saber establecer cuáles son las nuestras es un imperativo. Todo es una elección incluso cuando no es consciente. El hecho de negar (o no) su autoridad solo da razón a este argumento. No hace falta escayolarse una pierna para anhelar echarse a correr o perder para siempre alguien a quien ya nunca vas a mirar para quererlo el doble. A veces un toque de atención es suficiente para pararnos a pensar un poquito más sobre quién o qué merecer prioridad.
Mi cirscunstancia es simple. A menudo me doy cuenta tarde de las cosas y llego cuando todo es una nube gris a punto de echarse a llover. Pero no me hace falta ver granizar para echar de menos el Sol, al igual que no me hace falta discutir para querer algunos regresos con todas mis fuerzas.
No todo el mundo viene para quedarse, y aunque mezcle intenciones haciendose un hueco entre mis brazos, sé que la mayoría de veces es porque necesitan curarse antes de despegar (otra vez).  Y este es un hecho tan real y tan cierto como el respirar, lejos de levantar suspiros melancólicos ha abierto mi mente un palmo más, y puede que sea medianamente capaz para saber interpretarlo cuando ocurre.
El problema radica en equivocarse. El error de empalelar un sujeto con la pegatina de estable y colega es sinónimo de que tus prioridades se tambalean como un terremoto a pequeña escala. Y piensas que cuando se van las echaras de menos - como si antes no las hubieras valorado lo suficiente - pero las cosas no funcionan así. No puedes quedarte esperando con miedo el curso irremediable e inexorable de las cosas. El destino te mece a sabiendas de que las decisiones conscientes que tomas te llevarán a un espectro amplio de personas y experiencias. Si tienes vértigo mientras ocurre no podrás disfrutar al máximo de lo que estás viviendo y tus recuerdos, el día de mañana, no serán más que líneas mojadas en papel de servilleta.
Nunca te acuestas sin saber algo nuevo. Mi lección de hoy es simple: prioridad a quien te la da; las cosas ocurren con un motivo. Somos artífices de nuestro destino.

sábado, 21 de enero de 2017

Nada llega.

Me siento terriblemente incomprendida. Y es terrible porque no encontrar consuelo al abrir los ojos frente a un problema es en sí el problema.
No es un problema de encajar o de una primera impresión, es de compatibilidad.
Es como si tuviera una visión idílica de las relaciones puras a mi alrededor con gente con la que me esfuerzo en comprender pero que no veo que se sientan en reciprocidad por comprenderme.
Como si llegara tarde a grupos preformados y cerrados en los que a veces no me atrevo ni a compartir una impresión sobre algo porque siento que si me conocieran, no me haría falta verbalizarlo.
Es un mundo paralelo en el que la gente ya se conoce y se visita a diario, han creado un vínculo lo suficientemente fuerte como para compartir todos los aspectos de sus vidas.
Y entre medias estoy yo. Desencanjada. Sintiéndome pequeñita entre enanos que solo me necesitan con una frecuencia dolorosa y estrictamente interesada.
No es una sensación de rencor o envidia, lo único que consigo encajar es pena. Un pozo inmenso y seco. Abandonado a su suerte.
Cuando tu día a día se basa en relaciones más vacías de lo que te esperas, acabas vaciándote de emociones fáciles que te arrancan una sonrisa.

Acabo creando fobia a entablar amistad, refiriéndome a esta como una relación profunda, sin maquillar, detallista y sincera. Y al final me he vuelto una perfeccionista en contactos basura superficiales y banales que solo me hacen recordar que no soy lo suficientemente apta como para ser una más. Un rebaño fenotípicamente feliz al que no puedo acceder.
No puedo hacer más que mantenerme aparte viendo como la gente se promete un camino juntos, mientras el mío es sinuoso y oscuro.
Lo peor, o lo mejor según se mire, es la sensación reconfortante que me produce estar a solas conmigo misma, autosatisfacer mis necesidades sin ningún otro contacto social y sin volcarme por ser comprendida.
Y quien realmente llega a raspar la superficie se encuentra con una barrera física que le impide salvarme a diario de un barranco que tiene mi nombre y me susurra de noche.
Lo que más duele es ser consciente de la realidad y de terminar pensando que al final no eran ellos los raros, era yo. Porque independientemente de la gente que me quiere (incondicionalmente), la mayoría no lo han hecho como una elección libre y premeditada. No me refiero a ello como una imposición, pero es raro.
Querer es entender que antes que matar por alguien, serías capaz de morir por. Y aunque he madurado lo suficente como para saber que mi familia no dudaría, duele muchísimo darse cuenta de que a tu alrededor, en ese núcleo por el que darías hasta el último aliento, la gente encuentra su pareja de baile. Y yo no hago más que pisarme los pies cuando la música suena. Debe de ser que sueno en otra sinfonía, otros acordes y otros instrumentos y aún ningún músico se ha atrevido a leerme.
He intentado volar sola pero inconsicentemente cuando consigo elevarme unos metros y el viento sopla de mi parte, me da por mirar hacia abajo y el miedo me paraliza (una y otra vez).
No sé entender que las cosas pueden ir bien y que no es algo que tenga que cambiar. Simplemente ocurre.

Y sí, al final esto también pasará.

sábado, 7 de enero de 2017

Sí.

La sensación es extraña. Es ya casi una rutina. Los cascos me aislan y me hacen olvidarme hasta de que respiro y entonces, antes de revivir, te cuelas en mi cabeza.
Reproduces la cinta del recuerdo que nos muestra felices y no me hace estar triste de una manera corriente, es más una forma de añorar un pasado todavía reciente.
Más que doler, el sentimiento es no comprender. El devenir de las cosas se ha torcido de una manera que, echando la vista atrás, jamás habría dicho que pudiera suceder.
Supongo que así es un poco la vida, todo eso por lo que nunca apostarías que sucediera y que en un breve periodo de tiempo ocurre. La vida espera tu reacción, que te enfades, que llores, que supliques, que pidas perdón... Lo que no se espera es que te muestres indiferentemente triste ante algo que no tiene arreglo.
Si no tiene solución, no es un problema. Y pasas de mirarlo con dolor a mirarlo con lástima.
Ya no me reconozco en las líneas que han hecho el camino que piso hoy, no sé quién fue la que hizo todas esas cosas y se creyó todas esas promesas.
Quizá soy la misma ingenua de siempre y he terminado forzando los hilos a romperse de una manera absurda y ridícula.
Sí, tengo cierta envidia de mi yo de ayer, lo que hizo y con quien lo hizo; lo que sintió y la sensación de las primeras veces. Lo cerca que estuvo de la consecución de su aparente felicidad y la precisión con que lo echó todo a perder. Bueno, quizá de eso no la tenga tanto.
Esa es la nueva yo, pisando flojito y echando la vista atrás, pidiendo perdón antes de pecar y dando las gracias por adelantado. Haciendome cada vez más pequeña y agrandando las dimensiones del mundo para que ya no me quepan en la mano.
Esa es la persona en la que me estoy convirtiendo; insegura, indecisa, incorrecta, incoherente, y no tan implacable como antes.
El reflejo del espejo no es tan nítido y no muestra una sonrisa perspicaz y atractiva, sino la aprobación casi constante de personas que conozco mejor que me conocen.
Mi caos se ha ordenado y es aburrido. Toda la entropía de las cosas que amaba se ha destruído y aunque creo saber la forma en que puedo hacer que las cosas vuelvan a su cauce, no he terminado de encontrar las ganas por hacer que suceda.
Quizá haya admitido que aunque lo haga, algunas personas no volverán a mi lado porque ellos no habrán sufrido mi misma metamorfosis.
El problema reside en mi constante empeño por hacer que vuelvan, cuando si son lo suficientemente importantes lo harán por ellos mismos o simplemente, el tiempo volverá a poner las cosas en su orden aleatorio.
Hasta entonces, he encontrado el vicio perfecto para olvidar que por mucho que procrastine las cosas no se resuelven solas e incluye mi cama, un libro, comida, series y a mi hermano.
Es lo más cercano que he encontrado a la felicidad y de esto es en lo que más segura estoy a día de hoy.

Sí. Adaptarse o morir.

miércoles, 4 de enero de 2017

Stubborn love

Rozó ausente el sitio del que se acababa de levantar, aún caliente. Sintió su aroma perdiéndose en el viento y colándose de nuevo en sus pulmones. Decidió nunca expirar.
Reanduvo sus pasos entre la maraña de gente y evitó levantar la vista más de un palmo del suelo para no caer. La gente se agolpaba a su alrededor en dirección contraria y la empujaban contra los lados, peligrosamente cerca del traqueteo de los coches.
Se escabulló unos metros más y paró para reponerse del cansacio. El aire flotaba limpio y fresco por encima de su cabeza y solo una bocanada era suficiente para retomar su rumbo.
Había decidido seguir sus pasos incluso después de la despedida. No podía ni quería permitirse añorar a su remitente tanto tiempo. Al menos no ahora, que sentía avivarse la llama dentro de su ser y ninguna ráfaga de viento podría hacerlo esfumarse.
Anduvo por lo menos tres horas hasta que las calles se vaciaron y las farolas se encendieron. Una espesa niebla borraba sus pisadas apenas una manzana a la redonda. No podrían volver a encontrarse nunca, pensó.
Suspiró y un vaho febril le nubló instantáneamente la visión. El frío comenzaba a calar hondo en sus huesos y el fuego que latía en ella se había reducido a una tímida cerilla de llama azul.
La parada del bus quedaba a apenas unos metros de su posición y aunque la vislumbraba en la acera de enfrente, se negaba una y otra vez la mera posibilidad de que no hubiera cogido ya un tren.
Dio media vuelta y una bofetada de aire caliente la hizo girar sobre sus talones. Podría distinguir aquel perfume hasta en el fin del mundo. Cerró los ojos fuerte hasta vislumbrar la figura de su contorno en las sombras. Sonrió despacio calando en su mirada y se dirigió veloz hasta la puerta de entrada.
No, aún no se había marchado.
Buscó en la única estancia iluminada con máquina de café que había y, como si la hubiera oído llegar, vio cómo se giraba.
Se quedó mirándola en la distancia, con un atisbo de asombro en sus ojos y la boca entreabierta. Respiraba con dificultad y bajo aquella mirada divertida descubrió dos bolsas oscuras que marcaban su semblante. Habían pasado varios días desde que se había permitido descansar, con la preocupación de no volverla a ver.
Recordó aquella primera y cálida vez entre sus manos, acariciando con temor hasta el último recoveco de su piel.

Transcurrido el minuto más largo de su vida, vio como sonreía. Tal y como había imaginado, sujetaba un vaso de café en la mano -que se había quedado frío rápidamente- y una caja de pastas a su lado. Se acercó sintiendo su cuerpo temblar y se sentó. Nadie dijo nada. No hizo falta.
Sus manos entraron en un contacto casi doloroso y dejó escapar la primera lágrima de la noche. Permanecieron así durante una eternidad, hasta que su interlocutor -como bien gustaba en llamarle- se arrodilló frente a ella y la abrazó. Primero la besó en la frente y sintió la diferencia de temperatura entre ellos. Ella estaba fría como un témpano de hielo, pese a las innumerables capas de ropa que llevaba.
Se miraron despacio, cubriendo las ausencias de aquellas horas en las que temieron no volverse a ver. La besó despacio en la comisura y fue desplazándose por sus labios con infinita lentitud. Ahora estaban a la misma temperatura.
Levantó la mano para colocarle el mechón que cubría la parte derecha de su rostro detrás de la oreja y sintió como la piel se le erizaba por completo. Aquello parecía una secuencia a cámara lenta, pero sentían que si rompían la burbuja de velocidad, aquel instante se perdería para siempre.
No quería parpadear, temerosa de volver a aquella humedad pegajosa y el vaho incesante que le nublaba la mirada.
Estaba allí, de su mano, y aunque tenía todo el miedo del mundo se sintió por una vez en casa. Y decidió que no quería otro hogar porque la llama volvía a vibrar con fuerza y el fuego le bombeaba en las venas.
Se permitió aspirar ese momento y capturarlo entre su caja torácica para poderlo aspirar siempre.

lunes, 2 de enero de 2017

Primera maravilla del mundo.

La música es la conexión más rápida, pura y enérgica de atisbar la felicidad.

A veces solo son necesarios los primeros acordes de una melodía para que recuerdes un momento feliz y saltes, cantes o sonrías, simplemente.

A veces las letras se cuelan en la parte profunda de nuestro laberinto y se quedan sin salir días, hasta que encuentran una salida forzosa porque sienten el fuego. Quemamos, literalmente, la música que consumimos porque quizá son esos tres o cuatro minutos los únicos que en un momento nos ponen los pies en el suelo y dejamos de sentirnos mareados. Nos agarramos a esa sensación de la misma manera que un drogadicto de aferra a su dosis.
Y como lo es la droga, la música es un macromundo repleto de paises, ciudades, barrios y rincones distintos.

Personalmente me gusta viajar en el sentido metafórico y musical descrito, moverme del rap al pop, pasando por el reggae, el jazz, el rock, la salsa...

Y si hay una sensación única y que me produzca escalofríos es la de saltar en un concierto. Vivir. Sentir la música bombeando en tu cuerpo. Las guitarras haciendo vibrar sus cuerdas como si fueran tus venas las que se rozaran al compás. La batería marcando  la métrica a la que late tu corazón y tus piernas siguiéndoles de cerca cada nota. Como si saltar más alto sonara como un 'do' y volver a impactar sobre el suelo como un 'fa'.
Las gargantas aullan ante la luz de la luna, que casualmente se viste de cantante unas pocas veces al año y eclipsa centenares de personas que por un momento, se olvidan de sus vidas y se concentran en saltar codo con codo con algún desconocido.
A veces cierro los ojos muy fuerte y escucho las voces corear al unísono las letras de las canciones que tanto he escuchado por los auriculares. Todo ese aire que respiro -sudor, cerveza, ruido, golpes, roces, besos- se agolpa en mis oídos y crea la mejor de las canciones posibles.
Y ahí estoy yo, entre el gentío, unida a ellos por una arteria repleta que lo inunda todo a su paso y arranca las caras serias para dejar paso al torbellino de emociones encontradas.
He escuchado directos de canciones que no me movían por dentro y al volver a casa aún seguía con los ojos abiertos -y la mirada perdida- tarareando anímicamente las notas que se habían grabado con fuego al sentirlas a pocos metros de mí.

Me he quemado en el fulgor de la música, las pausas entre canciones, los comentarios del artista y su obra, los saludos entre gente desconocida hasta esa fecha y los rostros que anhelaban 'una última' antes de irse a casa.

He sentido el vuelco de la vida al darme cuenta de que agarrar a un amigo por los hombros y cantar desgarrando la canción en su oído es la forma más sincera de complicidad y alegría. De apropiarse un verso y hacerlo tuyo y de alguien más mientras se lo gritas al viento y esperas que lo retumbe en su pabellón.

La embriaguez que provoca la música me ha hecho bailar más feliz que cualquier marca de alcohol que puedas comprar, y la ilusión ha estallado dentro de mí como el orgasmo musical que provocan ciertos artistas.

He descubierto la parte fácil de la vida sorprendiéndome a mi misma entre acordes que creía olvidados y emociones que pensaba se habían perdido con el tiempo. La música te lo da todo sin pedirte nada a cambio y creo que ese es un don maravilloso.

Es así, la adrenalina corre por mis venas estallando cualquier neurotransmisor ligado con reemplazar los intersticios vitales con dopamina, serotonina y endorfinas.

Vive en mí más que nunca. Larga y próspera vida, porque como recita LDS, si me apagan la música mi integridad peligra.