A veces creo que la vida está sutilmente preparada para que al instante la ames y al instante la odies.
Y eso pasa en un segundo. En un parpadeo sientes la soledad sobre tus hombros como un peso que aunque ciego, es eterno. Y suspiras.
En ese suspiro da tiempo a que dos personas se besen, a sonreirle a un extraño y a terminar de leer un libro que te ha cautivado.
Y la vida, por toda paradoja posible, es el libro más especial que existe. El futuro está encriptado y escrito en un idioma del que aún no se tiene constancia; y el pasado está encuadernado en un tomo viejo y rasgado de tinta corrida y en el que a duras penas es posible juntar tres palabras con sentido.
Para el presente, la vida y su escritor tiene algo reservado. Algo llamado destino. Hay quienes se empeñan en ir tras su pista y correr al son de la pluma. Por contra, están los que esperan.
Los que esperan a que el semáforo cambie de ámbar a rojo y después a verde, los que esperan a que llegue el próximo tren, los que esperan en la cola más larga de un supermercado, los que esperan a que la tormenta pase...
Y la vida sólo quiere que esperes. Que pares. Que llegues tarde, que respires. Sólo quiere que en el momento en el que tengas que correr, te pares y entiendas que la esencia de la vida no es ser el primero o el último, el secreto está en ser, simplemente. Uno más, uno menos. Pero ser. No irte cuando acabe, no correr al siguiente reto. Permanecer. Durar. Resistir.
La vida te ofrece la oportunidad de correr, caerte y rasparte las rodillas; pero eres tú quien tiene que aprender a esquivar las prisas y, más que aprender a levantarte, aprender a no caerte.
sábado, 10 de diciembre de 2016
Vívido presente.
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