miércoles, 10 de agosto de 2016

Tu ancla.

Estás por el aire, en todos sitios.
Tus palabras entrecortadas entre las comisuras de mis labios y en las arrugas de mis ojos al sonreír; tus manos despacio, pero nerviosas, como una barrera táctil entre nosotros; tus ojos, firmes pero inseguros en una mirada tímida y llena de todo lo que callas.
Barres mis miedos con conversaciones banales en las que descubro tu inseguridad vestida de movimiento.
Necesitas moverte a mi alrededor porque asumo que a ti también te da miedo quedarte cerca y dejar que me acerque.
Pero detrás de esas ganas de caminar por todo Madrid se esconde el silencio con el que me dejas terminar mis fases de indignación con el mundo y sus catastróficas desgracias. Me dejas ser la feminista que quiero ser, la defensora de los animales que estoy descubriendo, y me dejas explicarte los sentimientos más simples a los que nos sometemos por amor.
Admites tu versión retrógrada y anticuada en la forma de ver las cosas y se enciende una vela dentro de mí sobre todas las cosas que podría enseñarte, y, desde luego, que tú podrías enseñarme.
Atravesamos Madrid buscando un sitio decente en el que seguir hablando mientas me hablas de las excentricidades de tus amigos y mientras yo te imagino hablándoles a ellos de mí. Y descubro en tu sonrisa un atisbo de sinceridad y relajación diferente que me transmite la calma previa de la tormenta.
Y creeme, hoy quiero ser el viento de tu vela, el timón de tu vida y hasta el ancla más grande de cualquier barco para decirte que no tienes que buscar más, que no hay más náufragos que resistan la marea y que aquí nos podemos perder porque hoy sólo quiero que tú me encuentres.
Y me salves.

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