Mi cuerpo ya no me pertenece. Lo que siento ya no es mío. Lo que pienso dice menos aún de mí misma.
Solo consigo encontrarme cuando estoy sola en la habitación. Y entonces vuelvo a ser yo, unos minutos al día.
El resto del tiempo finjo que soy esa persona que crees conocer muy bien. Esa persona a la que le gusta dormir, comer y ver series como a todo el mundo. Esa persona que hace chistes malos y que tiene mal humor cuando madruga. Esa persona que juega al fútbol. Esa persona a la que parece darle igual lo que acabas de decir.
Pero si me conocieras esos minutos al día, sabrías que esa faceta mía es tan minoritaria que apenas te diría nada de mí. Porque tampoco sabes nada de mí. Si me montara en un vagón de metro y me quedara hablando durante dos horas con un desconocido, sabría de mí lo mismo que dices tú saber.
Así de impertinente es mi obertura.
Cierro los ojos y abro la puerta a esa parte de mi que se ha escondido siempre tras un mechón de pelo y unas gafas de pasta. Y cuando esa parte cruza el umbral, me siento tan distante que ni siquiera me reconozco en el espejo.
Me da miedo proyectarme así, así de diferente. Me da miedo quererme conocer del todo y dejar que el resto lo haga.
En mi caparazón no estoy del todo cómoda (de hecho nada cómoda) pero es la salida más fácil y cobarde que se me ocurre.
Acaba de volver a cerrarse la puerta y se me han acabado los minutos.
Vuelvo a ser esa persona aburrida que crees conocer. O quizá he encerrado la faceta diferente y estás a punto de conocerme.
sábado, 23 de septiembre de 2017
Quién sabe
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