Entonces llegas tú, pisando fuerte y yo me echo a temblar.
Yo, que soy un flan con esencia de gelatina, que pido perdón y por favor a cada instante y siempre soy excesivamente correcta, tengo miedo.
Porque tú preguntas sin esconder intenciones y sin vueltas de hoja, y verlo tan claro me da miedo. Detrás de esa fachada de amabilidad te encuentro las ganas, y las mías ya están con las botas puestas subiendo una montaña infinita. "¿Y si sale bien?"
Vienes con las manos vacías y la sonrisa puesta y parece que todo alrededor es más fácil.
Me hablas de cine, de la cerveza que te gusta, de la poesía moderna en la que me incluyes (entre piropos) y de los sitios que visitas de vacaciones. Me hablas del metro, de cosas banales que nunca pensé que darían que hablar. Me preguntas mis horarios y revoloteas con los tuyos, en un intento taquicárdico por hacerlos cuadrar.
Y yo me siento inusualmente absurda y pequeña en tus conversaciones, analizando cada sílaba por si, sin querer, te doy motivos para que retires tu interés.
Pero lejos de esto, que sería lo más lógico para mí, te interesas hasta por las combinaciones que se pueden hacer con el sabor limón en la comida. Me hablas de caramelos, de helados, y hasta de las gambas de una de las que intuyo es tu película favorita (Forrest Gump).
Y yo sufro arritmias cada vez que te veo en línea y escribiendo, pensando que esta vez será en la que me dejes en visto.
Visto lo visto, solo quiero verte.
Por eso tengo miedo, porque lo haces todo fácil y peligrosamente atractivo.
No sé, creo que hoy me voy a dejar seducir, por lo que pueda pasar.
Dame dos semanas y hacemos de esa sonrisa fugaz un estado permanente de felicidad.
jueves, 16 de junio de 2016
En línea (directa al corazón)
martes, 14 de junio de 2016
Y tú, ¿bailas al compás?
Al fin y al cabo, todos buscamos las mismas cosas. O bueno, en realidad mi delirio va más allá de cualquier convención social absurda.
Recorrer de noche la ciudad que amas y en la que vives, solo o acompañado, pasando por calles desiertas y por bares abarrotados, con gente que ríe sentada en el suelo, grita eufórica por el alcohol o se besa en un portal es una sensación indescriptible.
Caminar en vez de coger el metro, fijarte en el balcón en el que nunca te fijas y ser la sombra grácil a la que alumbran las farolas; doblar la esquina del colegio y sentir que ha pasado tanto tiempo que ni siquiera reconoces qué ha sido de ti. Sin que sea necesariamente una visión triste o pesimista, más bien de sorpresa. Andar las calles de siempre nunca supo tan diferente, al fin y al cabo hay huellas que perduran siempre.
Pensar en las cosas que te gustaría decirle a la persona que quieres, acordarte de un amigo al que hace tiempo que no ves, planificar la tarde del día siguiente y pensar en el ratito de relajación que estás teniendo en este instante.
Volcar tu respiración al compás de la canción que suena en tus cascos. Sonreír como si te hubiera tocado la lotería o te hubieran dado la mejor noticia posible.
Vivir, sentir despacio, empapándote de cada momento.
Que corra una suave brisa mientras te mueves de un sitio a otro, la calma del semáforo en rojo, la quietud del reloj y el minutero, la vida por delante.
A veces la música te transporta a un mundo paralelo en el que imaginas como sería tu vida si pudieras verte desde fuera. Y el balance es positivo, lo estás haciendo bien.
Y ahí estás tú, bailando tu canción favorita en la calle que llevas pisando cinco años seguidos con gente a la que no conoces pero que te mira cómplice, sabiendo que estás viviendo uno de los mejores momentos de tu vida y sobre todo, que estás siendo consciente de que está pasando.
¿Acaso hay algo más bonito que sentirse bien y feliz sin necesidad de alguien ajeno?
La música es la melodía que acompasa mi corazón a diario.
Por eso, si me enamoro algún día, espero que sea de alguien que sepa tocar el instrumento más difícil del mundo, mi corazón. Si consigue acompasarlo y crear una melodía con él, lo daré entero, sin murallas ni trucos.
Mientras tanto, la vida me regala el inmenso don de sentirme feliz.
martes, 7 de junio de 2016
Quiero liberarme
Estamos mal, muy mal.
A estas alturas de la vida, seguimos sin entender que quien mucho aprieta, ahoga. Que a veces, para hacer que alguien esté a tu lado, no la tienes que forzar ni obligar. La tienes que dejar ser libre. Tiene que vivir, tener su espacio y su intimidad. Solo tienes que esperar a que vuelva a tu lado cuando la vida le pida demasiado. Y lo hará cada día.
Pero si tratas de encarcelar a la libertad, de ponerle un límite y barrotes, echará a correr y no la volverás a ver más.
Se desvanecerá como el humo. Y solo quedarán las cenizas de lo que decidiste quemar.
Si tienes miedo, no aprietes, no marques. Deja vivir y vivirás.
Si tienes miedo, hablale cara a cara y dale cinco mil doscientas razones por las que todo va a salir bien.
Si tienes miedo, grita, pero por favor, por favor te lo pido, deja ser libre.
Deja volar y caer si tiene que ser así.
Da un respiro aunque cueste, aunque te oprima el pecho la ansiedad. Si retienes, no estará realmente a tu lado. Si cierras con llave la puerta, saldrá por la ventana. Si tapas las ventanas, morirá.
Si lo fuerzas, se romperá. Y no se podrá pegar más.
A veces necesitamos estar bien con nosotros solos, estar agusto en soledad para podernos permitir socializar.
Es un terrible error volcar en otra persona nuestra necesidad de compañía. No hay mejor compañía que la calma y la quietud del alma.
Solo cuando sepamos abrazarnos podremos abrir los brazos para sujetar a alguien más. Para darle la mano.
Si nos lanzamos desesperados a su encuentro lo asustaremos y no querrá venir más.
Si quieres, quiere bien. Quiere libre. Quiere sin cadenas, horarios, compromisos, preguntas. Quiere con confianza. Quiere desde la sensatez. Quiere con la cabeza y no solo con el corazón. Quiere por los dos y quiere con empatía.
Lo que tú quieres no es siempre lo que tiene que ser.
Sobre todo, quiere sin temor a perder porque entonces el juego solo habrá acabado.
Nunca, nunca, nunca ganarás si no me quieres libre.
jueves, 2 de junio de 2016
Una canción
A veces pienso en escribir la canción que alguien en alguna parte del mundo tarareará y escuchará hasta la saciedad.
A veces pienso en que sé tocar la guitarra y que mis dedos bailan sobre las cuerdas, que todo está en perfecta armonía; y el silencio entre acorde y acorde llena la habitación.
A veces pienso que la letra la escribiría pensando en algún desamor al que echarle en cara mis inseguridades, mis dudas y mis miedos. Que se iría todo por el desagüe en el momento en el que me atreviera a confiar, pensando que justo ahí te irías y me dejarías.
Pero no hay nadie a quien me atreva a escribirle algo que se quede ahí para siempre.
Y de hecho, el miedo no va exclusivamente en esa dirección. Si tengo que pensar en entregarle mi corazón a alguien, ya no quiero hacerlo.
Es lo que me pasa siempre, que salgo corriendo cada vez que alguien se acerca lo suficiente como para permitirle saltar la coraza. Y en ese momento quiero correr hasta quedarme sin aliento, esperando que no hayas decidido seguirme. Ese momento cumbre en el que literalmente quiero vomitar el corazón y todo lo que se ha mudado desde este al estómago.
Miedo irracional a querer y que me quieran.
Por eso me encantaría escribir sobre mí y sobre como siento la vida de mi alrededor.
Sería la verdad que siempre he querido contar, mi verdad. No puedo entregarle mis alas a alguien incluso aunque no me las quiera cortar, incluso aunque me quiera enseñar a volar.
Quiero aprender sola.
Por eso, a veces pienso en rimar todos mis delirios nocturnos y ponerles una melodía lenta, cruzarme de piernas sobre la cama y escribir en una libreta todo lo que me da miedo.
Pero nunca nada de ti, de nadie.
Yo, me, mí, conmigo.