Llego al andén. Misma hora, todos los días, en el mismo sitio. Siempre la misma columna. A veces vas con gente. Subes, me subo por la misma puerta. Leo, me miras. Te miro de reojo. Te sientas enfrente. Me pongo nerviosa, aprieto la pierna debajo del pantalón hasta ponerla rígida. Noto el fuego, la llamarada de tu mirada. Te miro mientras me miras. Pasa una estación. Me concentro en seguir leyendo, sale y entra gente. Te mueves en el asiento. Yo no miro pero te noto. Paso de página, centrada ya, y me río por el gesto. Me gusta lo que estoy leyendo y me cuesta tener que fingir que ignoro sigues en frente. Llevas los auriculares puestos pero no te concentras. Sigo en tensión por la intimidante cercanía que nos separa. Me muerdo el labio sin poder evitar controlar los nervios. No estás haciendo nada fuera de lo normal, y yo siento que no voy a poder más si aguanto otra parada sin decirte nada. Príncipe Pío. Ahora sí te miro, y tú me miras. Me acerco a la puerta, yo me bajo y tú te quedas. No sonríes mientras me miras, aunque parezca de reojo. Es una especie de susto en los ojos que te permite sostenerme la mirada más tiempo del que yo puedo hacerlo, mientras pienso en las quince maneras diferentes de decirte que me gusta cuando me miras, y que me gusta pillarte mirando.
En clase un sinfín de gente alrededor hasta la última hora en la que se van, te quedas. Me quedo. Te giras de vez en cuando y me miras. Tiemblan mis piernas otra vez. Hablas con tu compañero, que a menudo mira cuando tú. Os miro con la necesidad de que os acerqueis y hablemos.
Se suceden los días y también mis ganas de decirte algo que te impresione lo suficiente para que, de ahora en adelante, ya no sólo me mires.
lunes, 7 de mayo de 2018
Me miras.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario