lunes, 7 de mayo de 2018

Me miras.

Llego al andén. Misma hora, todos los días, en el mismo sitio. Siempre la misma columna. A veces vas con gente. Subes, me subo por la misma puerta. Leo, me miras. Te miro de reojo. Te sientas enfrente. Me pongo nerviosa, aprieto la pierna debajo del pantalón hasta ponerla rígida. Noto el fuego, la llamarada de tu mirada. Te miro mientras me miras. Pasa una estación. Me concentro en seguir leyendo, sale y entra gente. Te mueves en el asiento. Yo no miro pero te noto. Paso de página, centrada ya, y me río por el gesto. Me gusta lo que estoy leyendo y me cuesta tener que fingir que ignoro sigues en frente. Llevas los auriculares puestos pero no te concentras. Sigo en tensión por la intimidante cercanía que nos separa. Me muerdo el labio sin poder evitar controlar los nervios. No estás haciendo nada fuera de lo normal, y yo siento que no voy a poder más si aguanto otra parada sin decirte nada. Príncipe Pío.  Ahora sí te miro, y tú me miras. Me acerco a la puerta, yo me bajo y tú te quedas. No sonríes mientras me miras, aunque parezca de reojo. Es una especie de susto en los ojos que te permite sostenerme la mirada más tiempo del que yo puedo hacerlo, mientras pienso en las quince maneras diferentes de decirte que me gusta cuando me miras, y que me gusta pillarte mirando.
En clase un sinfín de gente alrededor hasta la última hora en la que se van, te quedas. Me quedo. Te giras de vez en cuando y me miras. Tiemblan mis piernas otra vez. Hablas con tu compañero, que a menudo mira cuando tú. Os miro con la necesidad de que os acerqueis y hablemos.
Se suceden los días y también mis ganas de decirte algo que te impresione lo suficiente para que, de ahora en adelante, ya no sólo me mires.

miércoles, 2 de mayo de 2018

No lo puedo evitar

No puedo evitar dejar un rastro de agua cuando salgo de la ducha y me cepillo el pelo, ni evitar quedarme quince minutos sentada antes y después de entrar en el plato. No sé estar más de cinco minutos seguidos sin poner música, y no puedo evitar dejar una mata de pelo en el lavabo cuando me peino. No sé lavarme los dientes sin mancharme, ni hacerlo sin mojar el cepillo antes y después de echar la pasta. No puedo irme a dormir sin ponerme vaselina en los labios ni sin meterme la camiseta por dentro del pantalón. No sé ponerme un pijama porque siempre utilizo un chándal, ni sé hacerme un moño cuando voy a la playa.
Sé que el sol me va a dejar la marca del tirante y aún así me lo dejo, y no soporto el roce de mi pelo después de salir del mar.
Cortar el pan sobre el mantel y dejar que caigan las miguitas me produce ansiedad, la tele demasiado alta cuando suena un anuncio también, y casi más cuando no escucho los diálogos en una peli porque hay gente comentándola.
No soporto que se caigan las cosas y hagan ruido, que me hablen de continuo nada más levantarme o que no haya café cuando madrugo.
No me fío de la gente que se da una ducha fría en verano, ni de los que toman colacao, y desde luego tampoco de los que entran en bucle y hablan monotemáticamente.
Me gusta trasnochar aunque sepa que voy a descansar poco y no sé estudiar por la mañana temprano.
La servilleta y los cubiertos siempre a la derecha y las bebidas no muy calientes aunque sea diciembre.
Y podría seguir enumerando las manías que le han entrado a mi alma de ochenta años encerrada en un cuerpo de veinteañera. Podría, porque la peor de todas que aún no te he dicho es que soy incapaz de aceptar que me quieran tan fuerte y tan intenso como yo quiero. Y por eso te preparo y te cuento estas cosas para que sepas donde te metes y no te asustes una vez dentro. Te las podría enlazar y hacer una canción, pero entonces la melodía se acabaría, o yo no sabría entonarla.
Te las cuento porque se que te vas a lanzar y quiero que lo hagas con esto en mente.

Y lo hago porque mi manía capital pretende crear nuevas manías contigo.