La espuma se deshizo en el momento que parpadeó. Ella seguía allí, a su lado, impasible. Sonreía cuando sus miradas se encontraban, un par de segundos más de lo que se permitían al día.
Fugaz como el vaivén hipnótico de las olas, acercándose a la orilla incansablemente. Así se sentía, día a día, desde que se conocían. Quería acercarse y empapar, pero solo conseguía ser el faro que se divisa a distancia para que el resto de barcos se acerquen. Quería que ella se acercara y echara el ancla. Inspirara muy fuerte y retuviera la sal en los pulmones para cicatrizar el resto de heridas.
No le costaba verse a su lado. El esfuerzo mental ocurría sintiéndose en choque continuo, incluso como rectas que nunca llegan a converger, o peor, que lo hacen en un punto en el que divergen para siempre.
Cada paso que daba en la distancia de arenas (movedizas) se sentía rehén se unas manos que no permitían su avance y su fin. Y ella siempre estaba a la misma distancia, por mucho que su empeño fuera en recortarla.
Se observaban con el corazón creciendo en el pecho y las ganas latiendo, pero mil obstáculos entre medias.
Sabía que la primera barrera estaba en su cabeza y que en el momento en que decidiera tumbarla, todas las demás, como en efecto dominó, caerían sin apuros.
Las manos de las arenas que la detenían seguían haciendo de su barrera particular un muro cada vez más alto, y ya apenas conseguía saltar lo suficiente para verla.
Solo conseguían colarse un par de rayos de sol al atardecer, y aunque sabía que no debía, escalaba el muro hasta la cima, porque conocía de qué estaba hecho (y las ganas siempre podían más).
Sin embargo nunca podían más que el miedo, y el esfuerzo que suponía escalar a diario nunca lo utilizó para derribarlo de una vez. Se sentía como si le hubieran puesto unas esposas y le pusieran la llave al alcance de la mano.
Podía despojarse de sus principios podridos tan pronto como quisiera, estaba ahí.
Cuánto más se escondía más se encontraba.
Entendió, y dolió casi más que perder su libertad, que para amar a alguien primero tenemos que concedernos la posibilidad (incluso aunque sea remota) de entender que nos pueden llegar a querer lo suficiente como para permitirnos o no tirar nuestros muros, sin preguntas, por qués o ultimátums.
El verdadero amor es la libertad que nos concedemos para ejercerlo, y aunque nace en uno mismo este siempre acaba siendo una prolongación de saber proyectarlo mucho más que los miedos.
La libertad jamás tiene miedo.