En el momento de la muerte, el corazón se contrae por última vez y expulsa la sangre que contiene, por lo que las arterias acaban por drenarse y vaciarse.
Hay clases de biología celular que podrían considerarse poesía moderna (aunque al fin y al cabo, la muerte y el amor siempre serán temas recurrentes y universales), y es el hecho de pensar que el corazón se queda en sístole, actina y miosina contraídas (tanto tiempo como aguanten sin desnaturalizarse), lo que a día de hoy me da esperanzas cada vez que diástole llega con el bombeo necesario como para hacerlo latir.
La mecánica del corazón es un símil de lo complejo que llega a resultar la mecánica del amor, si es que se le puede encerrar en tal etiqueta.
Ojalá pudiéramos ponerle válvulas y construir puentes y diques al amor y esperar a que bombeara para irrigarnos por dentro, que se bifurcara en cada red de capilares y llegara hasta el último recoveco de nuestro cuerpo. Ojalá pudieramos controlar el caudal para que no se desbordara y causara ahogamientos internos. Ojalá pudiéramos donarlo con la certeza de que alguien lo recibiera, alguien que lo necesitara tanto como una transfusión a corazón abierto.
Ojalá siempre lo sintiéramos fuerte y sano, de flujo continuo y laminar durante el resto de nuestras vidas (al menos hasta que el amor durara); y no tuviéramos arritmias e infartos que provocaran la muerte por amor.
Al fin y al cabo todo se reduce a lo mismo, a ese movimiento involuntario que agita el pecho cada segundo, quizá no lleve siempre sangre, pero con certeza sé que siempre lleva amor. Por eso se pintan corazones rojos, por la sangre que los hincha y los desborda.