Tengo dieciocho, la suficiente experiencia frente a la pantalla e inspiración necesaria como para saber cuándo necesito liberarme. Es una de esas noches.
Duermo más horas de las que debería, más que por gusto, por vicio.
El hecho de llevar al límite cada fracción de mi cuerpo no es sino un mero recordatorio de que siempre puedo dar más, y esa utopía de perfección me ha hecho hundirme en más de un disgusto, pero también me ha ayudado a aprender rápidamente. También llamada "inteligencia ambiental".
Vivo de la música y de la 'serendipia', de encontrar un cantante que me remueva por dentro y cause el maremoto que sigue a todos mis terremotos emocionales.
Leo menos de lo que me gustaría pero empatizo con cada personaje de una manera tan especial que hace que merezca la pena cada palabra leída.
Soy insaciable en cuanto a la búsqueda de la relación perfecta y cuando creo que la he encontrado, caigo en el terrible error de sentir por los dos. Creo que es lo único de lo que no aprenderé en esta vida.
O me amo o me odio, sin término medio, sin virtud. En una escala que resulta dolorosa según el momento del día.
Siempre he encontrado terriblemente atractiva la inteligencia (sin excluir la emocional) de la gente, y es, sin lugar a dudas, mi mayor debilidad.
Nunca pensé que el aspecto físico (no el mío) fuera a significar tanto a la hora de acercarme a x persona, pero es tan determinante como tópico pueda parecer.
La mirada, la forma curva de una sonrisa, los gestos de las manos al hablar, la caída del pelo, el aroma... El "boom" de querer conocer.
Y tras ello, la esperanza de que sea recíproco. Primer error. El estallido de la bomba, o del corazón.
El deseo de ser el centro del universo y la horrible sensación de estar en un agujero negro y opaco donde no le importas a nadie.
La sensación de que te estás equivocando y el regusto amargo de cometer el error igualmente.
La noche siempre fue musa y nunca supe ni sabré ser su mejor artista. Me falta imaginación, experiencia, sentido crítico y lo más importante, don para crear.
Me gusta que todo salga según lo planeado, seguir una rutina, conseguir lo que me propongo en el tiempo acordado.
Pero a veces, y solo muy de vez en cuando, rompo con lo establecido y viajo, me río, bebo, canto, y vivo. Y sé que estoy perdiendo vida por no hacerlo así siempre, pero no sé no permanecer impasible ante el paso del tiempo. No sé bailar al son de la música y esta arritmia hace que nunca lleve el corazón al compás.
Mi más sincera virtud es la lealtad, y en parte, mi mayor estupidez. Más que grande, me gusta pensar que tengo el corazón ancho y que entran muchas más cosas de las cotidianas y propias.
Me siento más cómoda cuando escucho por placer que cuando hablo de lo propio, por ese incasable temor de pensar en el esfuerzo que hace la otra persona para que le importe lo que digo. Es más, para que no utilice tus palabras, y más cuando están envenenadas de miedo y dolor, como un arma de doble filo.
Por eso escucho mucho más de lo que debiera, y callo todo lo que, por temor a suscitar tensión, necesito decir.
Estoy acojonada frente a la idea de quedarme tal cual estoy durante el resto de mis días, y aún busco el coraje suficiente para levantarme y salir de mi zona de confort y poner mi vida patas arriba. Porque entonces puede que llegue ese alguien al que pueda contarle todo lo que aquí escribo y me escuche tal como siempre hago yo, con un brillo de ojos en la mirada.
De madrugada y escribiendo a escondidas, con la cabeza a mil por hora, un libro sobre la mesa, la cama sin hacer, nadie al otro lado y la terrible sensación de estar madurando otra vez.
Y otra vez Maldita Nerea pone el broche final, pese a que aún queda mucho por andar.
Última línea juntos, verso acabado, punto.