jueves, 24 de marzo de 2016

A escondidas.

Tengo dieciocho, la suficiente experiencia frente a la pantalla e inspiración necesaria como para saber cuándo necesito liberarme. Es una de esas noches.
Duermo más horas de las que debería, más que por gusto, por vicio.

El hecho de llevar al límite cada fracción de mi cuerpo no es sino un mero recordatorio de que siempre puedo dar más, y esa utopía de perfección me ha hecho hundirme en más de un disgusto, pero también me ha ayudado a aprender rápidamente. También llamada "inteligencia ambiental".

Vivo de la música y de la 'serendipia', de encontrar un cantante que me remueva por dentro y cause el maremoto que sigue a todos mis terremotos emocionales.

Leo menos de lo que me gustaría pero empatizo con cada personaje de una manera tan especial que hace que merezca la pena cada palabra leída.

Soy insaciable en cuanto a la búsqueda de la relación perfecta y cuando creo que la he encontrado, caigo en el terrible error de sentir por los dos. Creo que es lo único de lo que no aprenderé en esta vida.

O me amo o me odio, sin término medio, sin virtud. En una escala que resulta dolorosa según el momento del día.

Siempre he encontrado terriblemente atractiva la inteligencia (sin excluir la emocional) de la gente, y es, sin lugar a dudas, mi mayor debilidad.

Nunca pensé que el aspecto físico (no el mío) fuera a significar tanto a la hora de acercarme a x persona, pero es tan determinante como tópico pueda parecer.
La mirada, la forma curva de una sonrisa, los gestos de las manos al hablar, la caída del pelo, el aroma... El "boom" de querer conocer.
Y tras ello, la esperanza de que sea recíproco. Primer error. El estallido de la bomba, o del corazón.
El deseo de ser el centro del universo y la horrible sensación de estar en un agujero negro y opaco donde no le importas a nadie.

La sensación de que te estás equivocando y el regusto amargo de cometer el error igualmente.

La noche siempre fue musa y nunca supe ni sabré ser su mejor artista. Me falta imaginación, experiencia, sentido crítico y lo más importante, don para crear.

Me gusta que todo salga según lo planeado, seguir una rutina, conseguir lo que me propongo en el tiempo acordado.
Pero a veces, y solo muy de vez en cuando, rompo con lo establecido y viajo, me río, bebo, canto, y vivo. Y sé que estoy perdiendo vida por no hacerlo así siempre, pero no sé no permanecer impasible ante el paso del tiempo. No sé bailar al son de la música y esta arritmia hace que nunca lleve el corazón al compás.

Mi más sincera virtud es la lealtad, y en parte, mi mayor estupidez. Más que grande, me gusta pensar que tengo el corazón ancho y que entran muchas más cosas de las cotidianas y propias.

Me siento más cómoda cuando escucho por placer que cuando hablo de lo propio, por ese incasable temor de pensar en el esfuerzo que hace la otra persona para que le importe lo que digo. Es más, para que no utilice tus palabras, y más cuando están envenenadas de miedo y dolor, como un arma de doble filo.
Por eso escucho mucho más de lo que debiera, y callo todo lo que, por temor a suscitar tensión, necesito decir.

Estoy acojonada frente a la idea de quedarme tal cual estoy durante el resto de mis días, y aún busco el coraje suficiente para levantarme y salir de mi zona de confort y poner mi vida patas arriba. Porque entonces puede que llegue ese alguien al que pueda contarle todo lo que aquí escribo y me escuche tal como siempre hago yo, con un brillo de ojos en la mirada.

De madrugada y escribiendo a escondidas, con la cabeza a mil por hora, un libro sobre la mesa, la cama sin hacer, nadie al otro lado y la terrible sensación de estar madurando otra vez.

Y otra vez Maldita Nerea pone el broche final, pese a que aún queda mucho por andar.

Última línea juntos, verso acabado, punto.

lunes, 21 de marzo de 2016

Príncipe de Vergara

Apareces detrás, justo detrás, cuando me doy la vuelta. No sonríes pero me miras con unos ojos azul cielo que por un momento me hacen ver las estrellas.
Mantienes la distancia pese a que el metro va prácticamente vacío, y subimos tres tramos de escaleras mecánicas infinitas, mientras yo leo "la chica del tren" con las gafas de sol aún en la cabeza. Tu metro ochenta hace que vislumbre una sombra cuando camino que se alarga un poquito más allá de la mía. Camino despacio sin saber a dónde te diriges y pensando que, paradójicamente, podríamos esperar juntos para coger el mismo tren.
Decides tomar el mismo rumbo que yo y mantienes firme tu paso. Yo camino hacia la mitad del andén con la esperanza de que decidas seguir mis pasos. No paras hasta que estamos a un metro de distancia. Empieza a llegar la gente y se coloca alrededor. Tres largos minutos de miradas tímidas y a destiempo que me hacen preguntarme por qué te gusta mirar en mi dirección.
Noto el azul del mar de tus ojos en la nuca y cuando me doy la vuelta, la desvías con torpeza como si yo no me diera cuenta. Si supieras lo que me gustaría ahogarme en ellos...
Entro al vagón dubitativa por si decides entrar por otra puerta y nuestros caminos se separan. Me cedes el paso con los ojos y yo me quedo cerca de la puerta. Te agarras a una barra a medio metro de mí y por primera vez estamos tan cerca como para chocar las cabezas. Me doy cuenta de que llevas cascos y me entran muchísimas ganas de pedirte uno. Metes la mano en la riñonera cuando se acerca alguien a pedir y acto seguido veo a donde se dirige tu mirada.
Te juro que no la puedo levantar del suelo por si se encuentra con la tuya y no puedo desviarla. Miro a una señora de pie en frente, que me guiña un ojo y sonríe a tu espalda. Dejo de leer y me concentro en observar cada centímetro de tu pelo y de tus manos cuando no te fijas.
El metro anuncia cada parada con pesadez y el trayecto se me hace increíblemente largo. A cada minuto te miro y me doy cuenta de que tú lo haces cada treinta segundos.
Entra más gente al abrirse las puertas y en una décima de segundo tu mano toca la mía, justo cuando varias personas pasan por mi lado para sentarse.
Coges el móvil ausente pero te queman las manos y lo vuelves a guardar.
Respiro con dificultad cada vez que el vagón se sacude y trato de agarrarme para no caerme encima.
Llega mi parada y me coloco cerca de la puerta. A través del reflejo del cristal veo, por primera vez, un atisbo de tu sonrisa y ya solo quiero apoyarme sobre tu hombro y cerrar los ojos.
La gente me roza al intentar salir y cojo la primera salida para el cambio de tren. Camino unos metros hasta alejarme de la multitud, pero no puedo evitar echar la vista atrás.
Me paro y busco tu mirada entre la gente, y te veo. Mueves la cabeza y frunces el ceño. No me ves.
Me doy la vuelta con el pecho latiendo a mil por hora mientras me pregunto por qué no te he dicho nada, por qué no te he gritado que estoy aquí y que yo solo quiero a alguien que me mire como lo habías estado haciendo la última media hora.
Y ya solo pido que todos los jueves a las 10:30 te pases por mi estación y me busques con la mirada, porque a mi me resultará imposible no buscarte entre la multitud.