He perdido la cuenta de las veces que me he prometido a mí -y no sólo- que iba a ignorarte tan fuerte como me fuera posible. Y todas las fuerzas centrípetas me han vuelto a ganar.
Mi voluntad -que no yo- ha roto el pensamiento continuo de contención cuando estás cerca y me he vuelto a sentir ridícula aludiéndote en todas mis conversaciones, como si sólo tuviera que imaginarte en mis planes para que se hicieran realidad.
He sucumbido terriblemente rápido a tus llamadas con una desesperación que tuvo que haber encendido tus alarmas. Mi nivel de interpretación ya no puede vencer tu ingenuidad, y siento que en cualquier momento mis ganas van a estallarte cerca y vas a verlo de verdad.
Porque si tú supieras... pero no lo sabes.
He aprendido a hacer equilibrios sobre una cuerda cada vez que esquivo una de tus intencionadas llamadas, y ya no puedo mantenerme en la cuerda ni ser la funambulista que tú esperas que sea.
Ya no puedo parar de pensar en los resquicios que dejaron nuestras conversaciones a la mitad, ni los posibles finales que saldrían si juntara en un momento mis ganas acumuladas y te plantara un beso largo.
Es que no puedo. Y nunca he dejado de querer hacerlo más de un par de horas de autoconvencimiento.
Porque yo sé que está mal, mal que te deje un sitio en todos mis planes y que nunca vengas, mal que te quiera tan fuerte siendo yo tan pequeña, y mal que no logre entender que tú no me vas a querer así de vuelta.
Pero es que no sé cómo hacer para olvidarme de que si me giro sólo 180 grados en tu dirección me encuentro de sopetón una sonrisa que me derrumba de golpe. Y que se me olvida todo lo que no iba a decirte, y la cago.
Pero es que tú siempre sonríes cómplice.
Tengo esa necesidad de llorarte y echarte así fuera de mí, fuera para que -aunque tú no te des cuenta- no puedas causar tan fácilmente ese efecto en mi cabeza.
Ya me he vuelto loca.
Ya lo sé.
Ojalá jugarme una carta y que saliera un as. Ojalá lo entendieras.