Mi mundo interior le está ganando la partida al exterior y cada vez son más difusos los límites. Me paso demasiadas horas soñando despierta y cada vez es más difícil hacer click y conectar de nuevo. Cada vez me encierro más tras una puerta con llave de la que solo abro la mirilla para ver lo que ocurre desde el otro lado. Pero la puerta está cerrada para la gente que, muy ocasionalmente, llama. Y está cerrada sin a veces tener yo la llave, o eso me parece; es como si no me permitiera abrirla.
A veces pasan por el descansillo recuerdos que me permití vivir y que ahora solo dejaría que pasaran detrás de la puerta. A veces, en esa habitación tras la puerta hay un poco de luz y música y puedo descansar y dejar de huir.
Supongo que, cuando estoy detrás de ella, hago todo lo posible por simular la vida que querría tener fuera. Y como el placebo que resulta ser, acabo conformándome.
Y es que la expectativa de vivirlo ya es de por sí meritoria de cualquiera de mis devaneos.
A veces, sin querer, me dejo la puerta abierta y alguien se intenta colar, pero entonces suenan tantas alarmas que incluso esa persona se asusta y sale corriendo. Y yo huyo de mi huída todo el tiempo, incluso cuando tomo aliento para poder correr otra vez.
No me permito ni un momento de duda - pese a todas las mentales- ni de error. Y, al fin y al cabo, ese acaba siendo el mío, el que me consume lenta pero inexorablemente las ganas de seguir.
Supongo que en algún momento la puerta dejará de abrirse porque las bisagras (de mi vida) se habrán oxidado lo suficiente como para querer chirriar más. Y yo sé que me quedaré impasible viendo como eso pasa, de igual manera que se consume un cigarrillo encendido.
Mi fuego está muy vivo, y si temo quedarme atrapada para siempre en estas cuatro paredes tras un manillar, casi temo aún más tirar la puerta de una patada y echarme en los brazos de cualquiera que me quiera consolar.
Porque deseo tanto que ocurra que las ganas ganan a todo lo demás y se acaban quedando con mi capacidad de discernir entre a quién sí y a quién no.
Igual esta continua pesadez en la cabeza me aletarga lo suficiente como para dejar de darle importancia y llega el momento en el que no puedo demorar más dejar que mi mundo interior me consuma. Lo está haciendo de forma implacable; y, si te fijas un poco, ya no puedo mantener socialmente la careta.
Tengo un pánico atroz a que llegue alguien que me mire a los ojos y me lea en un segundo todo lo que escribo tras la puerta. Que quiera entrar y no sacarme, sino quedarse a vivir ahí lo suficiente como para querer yo salir acompañada. Me da miedo que me miren a los ojos y me devuelvan una mirada que lo sea todo, que sea la llave, el reloj marcando la hora exacta de esa nueva explosión de big bang de mi corazón.
Y me da miedo porque sé que ya me he cruzado a esa persona y no he querido levantar la cabeza para no enfrentar su mirada, porque entonces todas mis expectativas querrán morirse de realidad.
martes, 31 de octubre de 2017
Tarde para cambiar
domingo, 15 de octubre de 2017
Te quise sin miedos
Me entregué sin miedo, con la prisa de quien se enamora cada día en cada palabra. Cada vez que me robabas el aliento corriendo para coger el metro o dejando que pasaran, me colaba aún más. Sin precauciones, sin importar que algún día esa rutina solo fueran recuerdos.
Te enamoras de los recuerdos cuando el presente se hace añicos. Y ahora ya no coincidimos, pero yo sigo mirando entre la gente para ver si te veo, de pie frente al vagón.
Recuerdo la risa entre las paradas y el regusto de saber que me estabas calando y que me estaba dejando. Lo hacías tan bien...
Yo habría hecho tres transbordos en dirección contraria con tal de verte ahí, esperando con la cabeza torcida, la mirada perdida y la sonrisa siempre a punto. Me apuntaste, me dejé disparar y aún me estoy desangrado; poco a poco, sin tapar la herida para algún día dejarla de sentir.
Creamos un mundo aislado del nuestro, un mundo al que iba para vivir la intensidad que me aterraba del mío. Me dejabas vivir y sentir algo que no identificaba como propio.
Te abriste en canal mientras me mirabas esperando que lo que yo te dijera pudiera servir para algo. Me maté buscando las respuestas a tus preguntas sin saber que, al final, me dejarías con la palabra en la boca y el corazón ardiendo.
Hablábamos todo el rato sin importar la hora o el por qué. La excusa era deliciosa. Siempre era saber de ti.
El retiro nos aulló entre el barullo de la gente, y sentí que la luna nunca había estado tan cerca como entonces.
No podía entender cómo te habías colado tan adentro, más que nadie. No podía excusarme, y en realidad no quería.
Lo sentía y ya. Me equivoqué dando todo de mí sin un seguro, sin protegerme de ti y de tus idas y venidas.
No puedo culparte más de lo que me culpo a mí por dejar que pasara, no puedo tampoco culparme de que pasara porque yo no lo busqué.
Tú estabas en el momento oportuno y en el lugar exacto para conocerme. Mi vida te necesitaba y, aunque ahora creo que lo sigue haciendo, tú ya no me necesitas a mí. Al menos no como antes.
Yo no quiero dejarte ir porque es dejar una parte de mí que odié y amé a partes iguales en el cajón de los recuerdos.
Y, por mucho que me empeñe, tú no eres un recuerdo. Sigues ahí, lo suficientemente cerca para que al pasar aspire y no quiera espirarte. Lo suficientemente cerca para hacer que me ponga a temblar si me tocas.
Ya no puedo hacer que vuelvas y no sé cómo hacer para irme.
Te quise y te quiero, pero espero de verdad no quererte en mi futuro.
No me merezco sangrarte de esta manera.