lunes, 13 de julio de 2015

Abrí los ojos.

Por alguna extraña razón llegué a pensar que esa noche serías tú el borracho que canta a la luz de la farola que titila en la penumbra de la noche. El que, agarrado a la botella, acaricia los primeros rayos de sol con unas gafas oscuras en el portal de mi casa. Pegado a una sonrisa.
El que se ha vestido con una camisa azul cielo y lleva la corbata en la cabeza. El que no deja de tararear alguna canción de los noventa.
Por alguna extraña razón siempre pensé que serías tú el que odiaba el ron y bebía dios sabe qué. Que su toque dulzón era demasiado para ti, decías entre susurrros enfermizos, que ni siquiera echabas azúcar al yogurt natural.
Siempre te imaginé con una barba frondosa y espesa y quisiste entrar en mi muro afeitado. Ni siquiera bigote.
Siempre te imaginé marcando un gol y besándote algún tatuaje. Mirando a una grada vacía. Discutiendo con algún defensa y gritándole al árbitro.
Besando algún escudo pegado al corazón y cantando en la parte más baja del estadio. O en la barra de algún bar.
Siempre pensé que te gustaría la música de guitarra y no la de discoteca. Decías que ambas eran compatibles como lo son dos personas opuestas. Como el Madrid y el Barsa. Como el PSOE y el PP. Decías que todo era música y que todos estaba en quién la escuchara. Que Elvis estaba bien pero que Nicky Jam también. Todo eran momentos, y no te faltaba razón.
Siempre te imaginé durmiendo tres horas de siesta y sin pegar ojo hasta las tres o las cuatro. Luego me di cuenta que no pasabas de las once. Quizá a ti las noches reflexivas no te habían hecho daño aún. Quizá era el primer síntoma de inteligencia.
Nunca te imaginé sentado frente a mí en un torneo de ajedrez, apuntando tus jugadas en una hoja rasgada mientras tocabas el reloj con furia. Quizá fuera el segundo síntoma de inteligencia.
Siempre soñé con que fueras el espectador que aplaude tras el espectáculo de sombras que se mueven enfundadas en kimonos blancos con cinturones de colores. Que gritan en japonés ciegos de concentración. Siempre soñé verte tras la cámara que grabara cada uno de mis movimientos. Aunque a decir verdad, me hubiera gustado más verte con uno puesto. Pero para blancas tenías otras camisetas.
Nunca te soñé siendo el tipo duro de todas mis historias. Pensé que dejarías de lado la fachada de Lucas Fernández y directamente me dirías cuánto iba a llover. Pero tú no eras así, por supuesto. No sabrías ni siquiera quién era él.
Siempre me imaginé a alguien que devorara tan precioso fruto del olivo como yo, aunque soñé despierta. Si no te gustaran, sería plato único y exclusivo.
Te imaginé en el campus de la complutense bajo la sombra de algún árbol en alguna facultad cochambrosa, y soñé con que no fuera filosofía. Con un bocadillo entre manos y una coca cola abierta al lado.
Te soñé en un concierto.
Te soñé en la playa por la noche.
Te soñé en la final del Mundial.
Te soñé en mi restaurante favorito.
Te soñé leyendo poesía.
Te soñé y no me quise despertar.

Y abrí los ojos y empecé a soñarte otra, y otra vez.

jueves, 9 de julio de 2015

Mercedes

Mi abuela es una señora temperamental, y joder cómo me gusta. Es una tía con carácter; que te dice a gritos que te esperes que está cerrando la bolsa de la tortilla mientras el coche arranca para irse, y que te quiere.
Que se abalanza sobre la puerta trasera del coche cuando enfilamos el callejón y paramos en frente de las puertas rojas. Su metro cincuenta abre los brazos formando un eje de noventa grados y su boca forma una sonrisa semicircular. Y dice "hombreeeeee" y nosotros sólo decimos, "¡abuela!"
Que cuando quieres salir negocia de tu lado la hora de llegar, "pero deja a la chica divertirse, mujer" y que no te dice que no hagas ruido cuando llegues.

Lleva un vestido al que llama "babi" y siempre dice que justo cuando llegamos la pillamos desarreglada, -pero está igual de guapa que siempre- se pasa una mano por su pelo grisáceo rizado y te vuelve a sonreír.
Y te da una palmada en el culo.
Y te muerde una mejilla si te descuidas.
Y te mete un billete en el bolsillo del culo.
Y te prepara la cena para que te la lleves.
Y dos mil tuppers en bolsas.
Y medio huerto.
Y las patatas que nos gustan.
Y las palomitas dulces responsables de los quemazones de sus brazos.
Y te cuenta quince historias distintas de hace cincuenta años.
Y se ríe muy fuerte mientras habla.
Y nos pone dos tajadas de más de conejo en el plato, por si acaso.

Fue la primera liberal de Valverde y una mujer con la misma cantidad de ovarios que de huevos. A la que el médico le dijo, al ver su vientre hinchado, que si él no le asistía en el parto, moriría. Pero un alma tan pura, tan fuerte, tan viva, no podía morir al dar a luz. Lo que ella no sabía era que venían dos. Que al nacer la primera, la partera sacó a otra de dentro. Y mi abuela no se lo creía. Y aún no se lo cree.

Mi abuela siempre tiene aceitunas y siempre deja el plato a mi alrededor, por si acaso. "Oye que si quieres más..." y sonríe.
Siempre levanta la voz para hablar y debe haberse acostumbrado a hacerlo porque mi abuelo tiene demasiado amor en las orejas.

Mi abuela tiene una cicatriz en la cara, un surco que dibuja su mejilla cuando se curva en sonrisa. Y cuando la preguntas que qué paso se para y te lo cuenta.
Que cuando tenía tres añitos se puso detrás de una burra y esta le dio una patada. Ay, abuela.

Mi abuela se llama Mercedes y estoy segura que fue ella quién inspiró al que creó la serie de coches de alta gama que anuncian en la tele. Estoy segura.
A ella la conoce todo el pueblo -y también la oyen- y cuando voy con ella, dice "¿has visto que grande está mi nieta? " y me rodea la cintura con sus brazos rechonchos. Me presenta a todo el mundo, y ellos parecen conocerme. "Una de la de las gemelas", dicen. Lo que no dicen es la cantidad de ovarios que se dejó mi abuela para dar a luz.

Mi abuela toma tres pastillas de colores y un sobre de Ideos todas las noches. Y pese a que tiene la cabeza en otra parte siempre repite, " Carlos, Carlos, dame las pastillas. Están ahí, sí", y mi abuelo, un hombre que la saca diez centímetros por lo menos, que tiene el pelo cano y los ojos redonditos, surcos en las mejillas y arrugas de complicidad; se las da sin rechistar.

Mi abuelo siempre que me ve, siempre, lo primero que hace es preguntarme por los estudios. Y alegrarse y decirme que eso que hago está bien. Que está muy bien. Y lo acompaña con unas palmaditas en la espalda. Creo que eso es lo que él denomina orgullo de abuelo. Yo cuando les veo a los dos, lo que siento es orgullo de nieta. Se me pega al corazón cuando me agacho para darle un beso a ella, y un abrazo a él. A ella mucho más largo. Porque ella es pasional. Tiene el corazón mucho más grande que el puño, y debe de pesarle un ochenta por ciento del cuerpo.

Mi abuela come de todo pero nos hace cordero, pollo y patatas cada vez que venimos. Que "catemos" eso que ha hecho. Cocina a fuego lento. Y está bueno porque está hecho con amor, del que te calienta el corazón en invierno y te da un achuchón en verano.

A mi abuela se le olvida mi cumpleaños con más frecuencia que de las veces en que se acuerda, pero es que me da igual. Porque cuando el teléfono suena un veintiuno de noviembre y pone "pueblo" escucho la llamada más cálida, la que más buen rollo transmite y la que más mola. Porque ella mola un mundo. Y porque ella los cumple el mismo mes.

Mi abuela no me pregunta por el novio porque no hace falta, esas cosas las nota ella en su ser tan pequeñito. Pero me dice que traiga a la amiguita de mi hermano, que no se la va a comer. O quizás sí, dice. Y me pregunta a mi que si es buena moza. Y yo le digo que sí.

Mi abuela nació para ser mi abuela y yo nací para ser su nieta. Y para que me achuchara todo el rato. Y para que me dejara dormir en su hombro mientras vemos una peli. Para ponerme nerviosa porque es la última que se sienta en la mesa. Para decirme todo lo que me ha echado de menos estos días. Para decirme que cada día estoy más alta y más guapa. Para tocarme el culo. Para contarme batallitas y refranes.

Mi abuela nació para hacerme feliz.